Monasterios del Camino (I).

         San Juan de la Peña (Huesca)

              SJPNA%20G01[1]A través del Puerto de Somport, en las estribaciones pirenaicas y a poca distancia de la villa de Jaca el peregrino se encuentra con el Monasterio de San Juan de la Peña, que viene a ser para los aragoneses lo mismo que Covadonga para los asturianos: el principio de la denominada Reconquista de Aragón a cargo de las tropas cristianas contra el dominio casi absoluto de los ejércitos musulmanes. Lo primero que fascina es la disposición del monasterio excavado dentro de una amplísima oquedad lo que determina el aprovechamiento del espacio y las medidas de los diferentes piezas que configuran el antiguo edificio monacal. Se tiene noticias de que San Juan de la Peña ya está construido y ocupado en el año 920. Pero es en la época de Sancho el Mayor cuando se adopta la regla de San Benito, que prepara el período dorado durante los siglos XI y XII. Ya en la centuria siguiente la frontera cristiano-árabe se desplaza hacia el sur y determina el comienzo de la decadencia de San Juan de la Peña. El convento sufrió un incendio en el año 1675 que destruyó la totalidad del edificio, del que se conservan la primitiva Iglesia mozárabe, la Sala de los Concilios, otra segunda Iglesia, el Panteón de Nobles y, sobretodo, el célebre claustro. La consecuencia fue la construcción de un segundo monasterio en el prado de San Indalecio a finales del silo XVII. Piedras taraceadas en la roca forma la imagen de un monasterio que gozó de fama y honores a la par que encendió la llama del aragonesismo más puro.

        San Salvador de Leyre (Navarra)

          07mq7[1]Siguiendo el camino se entra en Navarra por Yesa. Al pie de la Sierra, rodeado de una copiosa vegetación, el color rojizo de las piedras del Monasterio de San Salvador de Leyre contrasta con el manto verde del entorno. Se levantó sobre las ruinas de un antiguo monasterio en el siglo XI y ha tenido únicamente como huéspedes monjes benedictinos y cistercienses. Destaca el conjunto monumental de piedra que se asoma a las panorámicas bellísimas del embalse de Yesa. Pero tienen gran valor los elementos románicos que aún quedan, tales como la cabecera de tres ábsides de la Iglesia, la Cripta abovedada con arcos de medio cañón que descansan sobre columnas de corto fuste y la portada occidental o Porta Speciosa que tiene una riqueza ornamental e iconográfica extraordinarias. Como San Juan de la Peña ha sido panteón de reyes de Aragón, el monasterio de Leyre también lo fue de reyes de Navarra.

       Santa Mª La Real de Nájera

      450px-Santa-maria-real[1]  Por último, sobresale con perfiles propios el Monasterio de Santa María la Real de Nájera, en tierras de Logroño. Fue fundado en 1032 y Alfonso VI lo entregó a los benedictinos de Cluny para su desarrollo y conservación conforme a la regla de la Orden. Sin embargo, actualmente no queda casi nada del primer período románico pues se reconstruyó a partir de 1422 de acuerdo a los nuevos cánones del arte gótico. Dos partes atesoran el interés arquitectónico del monasterio: la Iglesia, de espléndidas dimensiones, dotada de la sillería gótica más relevante de la Península, y el Claustro conocido como de los Caballeros, asimismo de gran belleza.

          En los tiempos actuales el peregrino recorre los monasterios despacio, unas veces para encontrar descanso, otras para rezar, y otras para sentir entre sus paredes el silencio que la urbe le arrebató hace ya mucho tiempo.

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El monasterio, una aldea de frailes.

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         Los monasterios se dispersan a lo largo del Camino de Santiago sorprendiendo al peregrino. Al fondo de los valles, en las hazas más escondidas ocultos por el manso arbolado, ocupando los parajes tan insólitos como bellos, los monasterios se muestran vigorosos y desafiantes al paso de los siglos. Nacen además con vocación autosuficiente; intramuros, el monasterio es capaz de atender las necesidades fundamentales del monje: agua, alimentos y Dios.

        Los monasterios cluniacenses y cistercienses que se encuentran en la ruta del camino francés presentan todos la misma distribución interna con apenas leves variantes. La iglesia y el claustro representan los centros principales, la cara y cruz de la misma moneda. A la iglesia se asiste para la celebración del culto y la liturgia durante buena parte del día pues es esencial a la vida monástica la disposición para con Dios. Es por otro lado, el edificio que mejor conserva las características del arte románico a pesar de que los monasterios viven períodos de esplendor económico que permiten ir introduciendo cambios en la estructura de las iglesias así como en el resto del espacio conventual. Desde ella se sale al claustro, centro de la vida monástica, donde se pasea, se conversa, se piensa, se juega, o se busca la contemplación de los detalles naturales a que invita el recinto, para disfrute del cuerpo y del alma. Es la plaza de la aldea, que cuenta además con un pozo o fuente de aguas limpias, adornada con setos cuidados y pegujales de flores que ponen notas de color en el ambiente discretamente silencioso. El cementerio, donde reposan los muertos, es el otro campo adyacente a la iglesia. Siguiendo la dirección izquierda-derecha y contiguos al claustro figuran la biblioteca y el scriptorio, lugares de trabajo intelectual reservados a los frailes más aventajados culturalmente, el calefactorio al que se va de vez en cuando para calentarse en los días más fríos del invierno, la cocina y el refectorio o comedor donde existe la costumbre de comer y al mismo tiempo escuchar las lecturas de los salmos que otro monje recita. Lugar principal resulta la sala capitular en donde los monjes se reúnen al principio del día para recibir las instrucciones del abad sobre cuestiones diversas o para debatir asuntos doctrinales o de simple organización. Por fin las habitaciones o celdas se sitúan en las segundas plantas encima de las crujías del claustro. Debe añadirse que los conventos disponen de estancias particulares para los novicios que desean formar parte de la comunidad como frailes de pleno derecho después de haber superado el período de formación.

          Y al igual qua las aldeas, dentro del recinto amurallado aunque fuera de las dependencias citadas, figuran espacios tan necesarios como los corrales, el huerto o vivero de productos frescos, la casa del abad, si ésta existe, la cilla o almacén en que se depositan los granos, y la hospedería de peregrinos que adquiere un protagonismo evidente en aquellos monasterios situados a pie del camino. No faltaban dependencias tan útiles como la farmacia y los viveros de plantas medicinales que se usaban como medicamentos o como elementos de producción de fórmulas magistrales, en ambos casos al servicio de los campesinos dependientes de la jurisdicción del cenobio o de los mismos peregrinos.

        Un monasterio es pues un órgano de vida propia que aspira a rendir de un modo especial culto a Dios, una aldea de frailes.

Los monasterios. Funciones (y III).

                  Puede afirmarse sin miedo a errar que la labor más fecunda llevada a cabo en los monje[1]monasterios medievales ha sido la conservación, la copia y la traducción de los libros antiguos no solo porque han permitido su distribución sino porque han abierto el camino al triunfo del Renacimiento que eclosiona con inusitado empuje en España a comienzos del siglo XVI.

        En este ámbito libresco la actuación del monacato es doble. Por un lado, muchos libros o rollos, que de otro modo hubieran irremisiblemente desaparecido por mil avatares, han sido celosamente recogidos y guardados en los anaqueles de las viejas bibliotecas monasteriales. Han servido los vetustos cenobios para mantener congelados durante varios siglos una lista de valiosísimos libros de todo género que los humanistas pudieron rescatar para explorar sus abismales contenidos y crear la nueva ciencia experimental del siglo XVI: Aristóteles, Platón, Salustio, Averroes, San Isidoro etc. forman un largo sartal de autores cuyas obras han dormido en las sombras de las abadías medievales. Pero, por otro lado, los copistas han realizado una extraordinaria y titánica labor de transcripción y traducción de textos fundamentales para la formación de la vida social, religiosa y cultural del Medievo. A la cabeza figuraban las copias y traducciones de libros religiosos, litúrgicos, misales, escritos de los Padres de la Iglesia, crónicas de santos, historias de la iglesia, reglas de las Órdenes religiosas, siendo sobretodo La Biblia el libro más trabajado por los monjes. Tanto es así que se trata del primer libro editado con la aparición de la imprenta en el siglo XV. Detrás venían las copias y traducciones de los textos clásicos greco-latinos que en unos casos, como Aristóteles o Cicerón, sirvieron para el desarrollo de la escolástica o la retórica y, en otros, tales como Horacio, Virgilio o Plauto, propiciaron el estudio de las humanidades y de la ciencia filológica.

      Los copistas trabajaban, según las disponibilidades de cada monasterio, en espacios comunes denominados scriptorium y, si no había estos lugares, podían hacerlo en las celdas o dormitorios muy cerca de la ventana para aprovechar la luz solar abundante, incluso hay quienes dicen que se situaban en las proximidades del calefactorio para beneficiarse del único sitio caldeado del monasterio. Sea de un modo u otro, los copistas del siglo X al XII eran verdaderos artistas manuales que realizaban todas las labores del oficio- copia, corrección, iluminación o ilustración y encuadernación-. A partir del siglo XIII esta labor del copista se profesionaliza, intervienen laicos que trabajan fuera de los monasterios, y es ya un equipo organizado el que realiza estas labores culturales. Con la llegada de la imprenta desaparece el oficio del copista, no así del traductor que no solo trabaja intramuros del monasterio, sino que sobre todo se centraliza en las nuevas Universidades europeas.

     Unida a esta actividad existían también las Escuelas monacales que impartían enseñanzas religiosas a niños y jóvenes. Podían tratarse de contenidos básicos- leer y escribir e iniciación a sencillos comentarios religiosos-o de enseñanzas de mayor nivel para la preparación de futuros monjes y sacerdotes. Fueron el origen de las Escuelas catedralicias y las primeras Universidades– la Sorbona en Francia, Bolonia en Italia y Oxford en Inglaterra-.

    La palabra clérigo quiere decir etimológicamente culto, luego quiso decir pastor de la iglesia.

Los monasterios. Funciones (II).

 Convento de Sta.Clara de Carrión    OLYMPUS DIGITAL CAMERA

      Actividad estrechamente ligada a los monasterios del Camino de Santiago ha sido y sigue siendo la atención, cuidados y hospedaje de los peregrinos. Surgen, se ha dicho, para alentar la peregrinación y propagar la doctrina católica, pero este servicio religioso se completa con  la acción  de la protección del caminante.

       Es interesante, a la par que curioso, que uno de los capítulos de mayor extensión de la Regla de San Benito, el LIII, pone especial énfasis en los cuidados que deben dispensarse a los huéspedes, pobres y peregrinos porque en éstos se recibe a Jesucristo más particularmente que en los demás porque los ricos y poderosos bastante recomendación se traen con su soberanía. Establece un minucioso protocolo de recibimiento que debía realizarse con el huésped: Al punto que se dé aviso de haber llegado algún huésped saldrán a recibirle el prelado y algunos monjes con muestras de sincera caridad. Después de haber orado, se darán mutuamente el ósculo de la paz, dejando muy a las claras que solo el beso debe darse tras haber rezado. Y sigue describiendo los actos posteriores: Después se sentarán con ellos el prelado o aquel a quien éste mandara. Léase en presencia del huésped la palabra de Dios y se le tratará después con el mayor agasajo. Y relaciona los siguientes deberes: Dé el abad aguamanos a los huéspedes y láveles los pies con asistencia de la comunidad…haya cocina separada para el abad y  huéspedes porque como llegan éstos a todas horas no perturben a los monjes…no acompañe ni hable con los huéspedes el que no tuviere orden para ello, mas si alguno los viere les saludará con humildad. Por último, es llamativo que el santo encomienda el oficio de  hospitalero a un fraile que sea timorato, es decir, alguien que no sea parlanchín ni desvergonzado por aquello de evitar posibles  indiscreciones o meteduras de pata: Encárguese a un monje timorato el cuidado de la hospedería, en la que estén las camas con todo aseo. Nada dice la orden de la despedida, pero se entiende que debe ser tan esmerada como la bienvenida.

      Así pues, con el fin de dar cumplida cuenta de la regla benedictina, la mayoría de cenobios construyen, fuera de la zona de clausura reservada escrupulosamente a los monjes, albergues u hospederías con que atender estas necesidades. Incluso algunos monasterios, como el de Sto. Domingo de Silos, en Burgos, añadían un servicio de hospital a los peregrinos enfermos, curando sus llagas e incluso aplicando tratamientos de medicina natural. Es por eso que algunos cenobios disponían de auténticas farmacías repletas de botámenes valiosísimos y viveros  en que se cultivaban plantas curativas.

      Dos ejemplos de ayer y hoy explican este loable servicio. En el año 1138 se levanta el monasterio de San Juan de Ortega para dar abrigo a los peregrinos que se emboscaban en el peligrosísimo dominio de los Montes de Oca. La hospitalidad de este monasterio sigue siendo proverbial, un hito de la ruta de Santiago. El monasterio de Santa Clara de Carrión de los Condes, Palencia, fundado en el año 1256 por unas discípulas de Santa Clara, tiene actualmente una hospedería que tiende sus manos con sencillez franciscana.

       El peregrino duerme tranquilo y seguro a las sombras del silencio de las piedras y del tañido de las campanas.

Los monasterios. Funciones (I).

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     Durante la Edad Media el Monasterio resulta una unidad arquitectónica, una casona de extraordinarias dimensiones, que aglutina funciones religiosas, culturales, económicas y sociales, siendo en la actualidad preponderantes las funciones religiosas  y culturales.

     En el principio, antes que el monacato, fue el eremita el que, apartándose del mundo, se refugia en las escabrosidades de las montañas para orar y llevar una vida contemplativa que le acerque a Dios. Uno de esos ermitaños fue San Benito de Nursia, que fundó tras unos años de vida solitaria el monasterio de Monte Cassino en el siglo VI, dando lugar al nacimiento de la orden benedictina, que habrá de extenderse con rapidez a la Europa cristiana occidental. No fue tampoco el único. San Martín de Tours en la Galia o San Patricio en Irlanda, ambos del siglo IV, fueron también ermitaños. De la agrupación de estos eremitas nacieron los monasterios con el fin de cubrir mejor sus necesidades de alimentación y cobijo y de organizar metódicamente los rezos u oficios litúrgicos. Por lo tanto, el ideal iniciático de oración ha sido una actividad esencial del monacato de todos los tiempos. Destáquese a modo de ejemplo que la orden benedictina toca a oración cada tres horas -maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas-, de forma que la mayor parte del día los monjes la pasan entre rezos y cantos litúrgicos.

      Además, la regla benedictina determina que el trabajo manual o intelectual debe completar el tiempo de oración. Ora et labora, es el resumen de las acciones diarias del monasterio. Pero el trabajo dejó de ser interno y propio de los monjes e incorporó a la clase campesina a sus tierras para que las labraran y cosecharan productos de los más variados. La externalización del trabajo con los más menesterosos atrajo, junto a las donaciones de reyes y nobles para ser enterrados intramuros del monasterio, y las concesiones de normas privilegiadas, mayor riqueza a los cenobios, que rivalizaron incluso en heredades y recursos con las clases nobiliarias. Dicho de otro modo, el monasterio se convirtió en la Edad Media y siglos posteriores en una unidad de explotación agropecuaria que acrecentó considerablemente las arcas del dinero y del pan. Por lo tanto, el rezo se diluyó poco a poco en un sistema de vida más confortable y banal que alejó a los monjes de la pureza ideal de los inicios. La consecuencia histórica fue la pérdida de la credibilidad cluniacense- monjes benedictinos de Cluny- y la llegada de la orden cisterciense que predicaba de la mano de San Bernardo de Claraval la vuelta a la sencillez, la pobreza y la oración. A su vez, concluye el estilo del Románico y brota el nuevo Gótico, que tanta luz y arte aportó a Occidente.

     La historia del monacato desde su nacimiento es la historia de una pugna entre la oración y las riquezas, la espiritualidad y la materia, acaso espejo de la misma historia del hombre que no ha sido monje.

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Los monasterios. Origen.

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                                  Reconstrucción de la abadía de Cluny, en Borgoña (1130)

         Como se ha visto el Camino de Santiago está jalonado de iglesias que se agrupan bajo la denominación común de románicas. Pero además ellas coexisten con otras colosales construcciones del mismo estilo, los monasterios, que desde el hallazgo de la tumba del Apóstol y durante el Medievo fueron adquiriendo más y más importancia hasta convertirse no solo en aldeas en que Dios se solaza, sino en el bastión económico y social más poderoso de la Edad Media.

        De este a oeste, de oriente a occidente, el Camino de Santiago, a través de las rutas francesa y del norte principalmente, asistió a la floración de grandes monasterios que presentan idénticas hechuras y caracteres. La razón de este hecho es que la abadía de Cluny, durante los siglos X al XII, ejerció una profunda influencia artística y religiosa que supuso la aparición de un tupido tejido monasterial de características comunes. Por eso el estudio del monacato románico nos lleva a sus orígenes en Cluny.

    Corría el año 910 cuando Guillermo I de Aquitania cede gratuitamente unos terrenos a una docena de frailes benedictinos en la comarca francesa de la Borgoña, localidad de Cluny. El lugar, retirado y silencioso, resultaba idóneo para la práctica de la oración. Se construyó una modesta iglesia y un caserío anejo que fue abierto al culto en el año 926, pero tras sucesivas ampliaciones la iglesia tuvo una longitud de casi doscientos metros, dos cruceros, quince capillas radiales, cuatro campanarios, y una altura en el crucero mayor de más de treinta y dos metros. Las dimensiones del monasterio se triplicaron  y se dividió en estancias que habrían de ser modelo de los demás monasterios europeos. Nace así la célebre abadía de Cluny, definitivamente acabada en 1130, que se convirtió en el heraldo del arte románico y en la patrocinadora principal del Camino de Santiago. Fue ocupado el monacato por la orden benedictina de San Benito de Nursia, un ermitaño del siglo VI que redacta unas normas – la Regula o Regla- por las que ha de regirse la futura orden. Consta de 43 capítulos, que se resumen en el célebre latinismo Ora et labora. Nace además la orden de Cluny con el privilegio otorgado por el Papa de Roma de su independencia respecto de los nobles, reyes y arzobispos franceses, circunstancia ésta que propicia un vertiginoso ascenso de la orden no solo en el ámbito religioso, sino también en el financiero. A finales del siglo XII el poder social y económico de Cluny es tan grande e inmerecido- la iglesia no debe tener riquezas- que la nueva orden del Cister de Bernardo de Claraval vuelve a retomar la regla benedictina en toda su pureza, marcándose como valores esenciales la sencillez y la oración auténticas. Para hacerse una idea del poder pujante cluniacense los datos históricos informan de 850 monasterios benedictinos en Francia, 109 en Alemania, 52 en Italia y 23 en la Península Ibérica, todos dependientes del centralismo de Cluny. Por entonces, se descolgaba el siglo XIII que anunciaba un estilo artístico, el gótico, y religioso diferentes con el fin de corregir los excesos y exageraciones anteriores.

     El monasterio fue casi totalmente destruido en la Revolución francesa, conservándose en la actualidad un brazo del crucero mayor, el campanario y la torre del Reloj, alguna capilla, edificaciones conventuales y el claustro.

     Explicar los entresijos del fenómeno monasterial es aclarar el cosmos peculiar de Cluny y su importancia en la cultura medieval. Desde luego, los cenobios que ocupan el camino de Santiago son  la herencia de esa descomunal abadía borgoñesa.

Los cementerios.

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                                 Portada románica del Cementerio de Navarrete ( Navarra).

    Muchos eran los peligros, como se ha visto en anteriores capítulos, que acosaban al peregrino en su camino hacia Santiago. Sobre todo, las enfermedades contraídas o agravadas por las penosas condiciones del viaje causaban grandes estragos y mortandad. En consecuencia, la muerte era un hecho habitual en el Camino, y ello desencadenaba la necesidad de organizar adecuadamente este luctuoso acontecimiento tanto a nivel de enterramientos como de testamentarías que garantizaran el cumplimiento de las últimas voluntades del peregrino.

        Llama la atención en Ordenanzas ya tardías, como las del Hospital de San Juan de Oviedo de 1586 o las del Hospital Real de Santiago de 1524, la creación de la figura del agonizante que desempeñaba el papel de acompañante del peregrino moribundo. Seguramente este importante protagonista existió siglos anteriores en los más importantes hospitales del Camino. Una vez fallecido las ordenanzas establecían que el cuerpo debía recibir sepultura en el cementerio de la localidad donde se había producido el deceso con las solemnidades y actos que exigía la personalidad reconocida del peregrino. El fallecido era amortajado y los funerales se celebraban en medio de un notable boato pues debían participar obligatoriamente los cófrades de la parroquia o del hospital y las autoridades del pueblo o villa. Incluso en la Catedral de Santiago era preceptiva la participación del cabildo en los actos funerarios. Recuerda esta despedida última, la que el peregrino tenía cuando, vivo y animoso, emprendía en medio del fervor popular el viaje hacia la ciudad compostelana.

         No ha habido cementerios exclusivos de peregrinos, pero sí existieron en algunos casos capillas funerarias instaladas dentro de iglesias románicas o en los claustros o pórticos de las mismas, a las que tendrían acceso probablemente algunos peregrinos de condiciones sociales y económicas superiores. Por ejemplo, la capilla del Santo Espíritu de Roncesvalles, al lado de la iglesia de Santiago, en la actualidad convertido en cementerio de la localidad. Es célebre el claustro exterior de la iglesia de Santa María de Eunate, empleado con estos fines. En León, sirvió al mismo propósito la iglesia del Santo Sepulcro. Y en Santiago el Códice Calixtino cita la iglesia de la Santa Trinidad, al lado del Hospital Real, como lugar de enterramientos. Otros cementerios de común enterramiento son el de Lavacolla, cerca de Santiago, y el de Navarrete, en Navarra. El primero es un modelo que confirma la posibilidad de una necesaria armonía entre belleza y muerte; no es ninguna paradoja que el lugar en que descansan nuestros antepasados sea formalmente estético. El último presenta una hermosa portada de acceso que corresponde a la del antiguo Hospital de la Orden de San Juan, hoy desaparecido.

        En el presente ni que decir tiene que los fallecidos son enviados a sus lugares de residencia sean españoles o extranjeros para recibir digna sepultura.

       El Camino es tan verdad que Vida y Muerte se funden como dos mitades que comparten la misma realidad. Resulta una vez más el Espejo de lo real.

Algunas iglesias de peregrinación (y II).

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                                           Iglesia de San Tirso (Sahagún de Campos)

          Pasamos de puntillas por Fromista donde se asienta la ya célebre iglesia de San Martín de Tours, tantas veces recordada en este cuaderno. Nada se agota, pero damos por conocidos los rasgos más sobresalientes de esta hermosa reliquia del pasado románico. Viene la Iglesia de Santa María la Blanca en la localidad de Villalcázar de Sirga, famosa por ser encomienda de la Orden del Temple, a la que dedicaremos especial atención en su momento. Se trata de una construcción a caballo entre el románico y el naciente gótico cuyas obras comienzan a finales del siglo XII y concluyen en el XIII. De influencia románica son sobre todo los frisos de la fachada de la puerta meridional que recogen los motivos típicos de este estilo. Pero el hecho curioso de su recuerdo es que el Rey Alfonso X, apodado el Sabio, compuso unas cantigas en lengua gallego-portuguesa que tienen como protagonista a la Virgen de la iglesia de Santa María por haber intervenido en la curación milagrosa de los peregrinos enfermos. Estas cancioncillas rimadas forman parte del conjunto innominado Cantigas de Santa María, de mediados del siglo XIII. Y muy cerca, la apretada villa de Carrión de los Condes acoge dos iglesias importantísimas: la Iglesia  de Santiago y la de Santa María del Camino o de la Victoria, ambas de mediados del siglo XII. La primera es ampliamente conocida por la fachada occidental en la que ocupa un lugar preeminente el celebérrimo friso, modelo del hacer escultórico de esta época. El friso presenta el Cristo Majestad rodeado del Tetramorfos y a ambos lados los doce apóstoles, mezcla de hieratismo en los rostros y versatilidad plástica en los vestidos. Se apoya sobre una portada en que es singular la arquivolta o arco central que representa los diferentes gremios del Medievo. Respecto a la segunda lo más granado es la espléndida portada románica de la fechada meridional. Una de las arquivoltas muestra, aunque difusamente, los distintos oficios gremiales que parecen sirvieron de modelo  a los de la iglesia de Santiago.

        En tierras de León, Sahagún de Campos es un hito clave en el Camino de Santiago, que proyecta al peregrino dos  obras muy singulares, las Iglesias de San Tirso y San Lorenzo. San Tirso data de los inicios del siglo XII. Tiene la peculiaridad de que el ábside central tiene las primeras hiladas formadas por sillares, pero muy pronto desaparecen las piedras que se sustituyen por ladrillos. San Lorenzo es de principios del siglo XIII y ya está construida totalmente con ladrillo. Se ha definido el estilo de ambas iglesias como románico-mudejar. La Colegiata de San Isidoro de León es ya otro pilar del románico, cuyas pinturas aún reverberan en la mirada. Se concluye en O Cebreiro en la Iglesia Prerrománica de Santa María la Real por dos razones: el peregrino tropieza con la primera aldea gallega que le anuncia la proximidad del final; y en el recinto de esta vetusta iglesia yacen los restos de mi admirado, una vez más, Elias Valiña Sampedro.

     Por delante, se oyen cada vez más cerca las campanas de la Catedral de Santiago; por detrás, aún se escuchan los ecos de los recuerdos en Tierras de Campos . Entre las dos, un peregrino va.

Algunas iglesias de peregrinación (I).

 

      sonrisa[1]                                    Capitel de la Iglesia de San Juan de Ortega (Burgos)

       En efecto, el Camino de Santiago, sobre todo el Francés, irradia a lo largo de su ruta el nuevo estilo artístico del Románico  para contribuir a la erección de magníficos ejemplos de iglesias. Estas iglesias levantadas para el culto del peregrino son conocidas como iglesias de la peregrinación.

     Cerca de la línea fronteriza francesa aparece como una construcción peculiar la Catedral de San Pedro de Jaca. Se inicia al mismo tiempo que la catedral de Santiago, último cuarto del siglo XI, y es una de las manifestaciones más puras del románico en España, especialmente el ábside lateral sur y la portada occidental. Se convierte en una edificación imitada por otras iglesias del camino santiagués. Ya en territorio navarro resulta peculiar la reseñada Iglesia de Santa María de Eunate. Son algunos elementos los que envuelven esta iglesia en un halo de misterio que se tratará en otro capítulo relativo a los enigmas del camino de Santiago. Resulta peculiar, sobre todo, por tener una planta octogonal y haber sido el claustro exterior un cementerio de peregrinos. En Estella, sobre un rocoso espolón, se levanta la Iglesia de San Pedro de la Rúa, de 1147. Dotada de tres naves y una airosa torre, lo más valorado en este conjunto monumental son la portada principal y el claustro románico, sobre el que llovieron casquotes cuando Felipe II mandó volar el castillo de Zalatambor en 1521, situado en sus proximidades.

     La Rioja recibe al peregrino con vastos campos de vid y en sus pagos se halla la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, cuyas obras se inician en 1158. Posteriormente fue reconstruida varias veces, lo que determina la variedad de estilos que exhibe. El conjunto románico está formado por las numerosas capillas y el pasillo o girola que rodea la cabecera del templo, ambas piezas creadas por la necesidad de ofrecer espacios amplios para los peregrinos. Esta circunstancia convierte a la Catedral en el modelo más claro de las iglesias de peregrinaje. Se recuerda el milagro de los capones resucitados mediante el gallinero que se halla instalado en el recinto interior y que acoge vivos y cacareando a gallo y gallina como una vicisitud única.

       En la provincia de Burgos la Iglesia de San Juan de Ortega, románica en su cabecera y ábsides, siglo XII, esconde un curioso acontecimiento: en los equinoccios de  21 de marzo y 22 de septiembre, cuando tiene lugar el ocaso del día, un rayo de sol penetra por la angostura de un ventanuco de la fachada e ilumina el triple capitel, en que aparece la imagen de la Virgen en actitud de agradecimiento por la claridad que recibe. Este hecho escultórico rompe el hieratismo típico de la escultura románica pues la Virgen esboza ligeramente una sonrisa y sus ojos parecen cerrarse  por los efectos cegadores de la luz repentina. Parece un hecho llamativo que despierta, cuando menos, el interés del peregrino.

La construcción de las iglesias (y II).

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          Comienza la tarea.

        Lo primero era la obra de la cimentación, parte básica de la construcción pues no solo se diseñaba la estructura de la planta de cruz latina, sino que se calculaba la resistencia que debía tener para soportar el peso de los muros y las bóvedas. La excavación donde se ubicaban los cimientos era muy profunda, tanto que se aprovechó el lugar de la cabecera, debajo del altar, para socavar criptas que pudieran esconder las reliquias de santos a salvo del pillaje, y se rellenaba la vastedad del hueco con piedras y morteros de cal, arena y agua. Para entonces ya se depositaban en los aledaños las piedras, debidamente labradas y moldeadas, que iban a utilizarse en el levantamiento de los muros.

       Canteros y albañiles formaban las hiladas de sillares e iban subiendo unas sobre otras para levantar los muros de la obra. A veces, dependiendo de la abundancia o carestía económica, no era posible el uso del sillar y, en su lugar, se utilizaban sillarejos o mampuestos, es decir, piedras irregulares o simplemente cantos rodados entreverados con yeso y agua. Los muros eran dobles y entre ambos se dejaba una oquedad amplia que se rellenaba con morteros de piedras y cantos sueltos. A medida crecía la altura de los muros se hacía necesario adosar los andamios de madera, por lo que entraba en escena el taller de los carpinteros para preparar el andamiaje. La carpintería resultaba además muy importante para fijar las cimbras  y escuadras de madera donde descansaban inicialmente las piedras o dovelas de los arcos, y que luego se retiraban dejando suspendido el arco de media punta o los fajones.

       La iglesia va paulatinamente tomando forma.

      Se llegaba así al cierre de las techumbres, al principio mediante madera, luego en piedra. Ábsides, absidiolos, naves central y laterales terminaron cubriéndose definitivamente, dejando escasas aperturas para crear ventanales y puertas de acceso a la iglesia. Otro elemento presencial en ese momento era la fijación al techo de uno o varios artesonados de madera, cuando los recursos lo permitían, lo que embellecía notablemente la parte alta de la construcción. Sin embargo, la disposición de tanto material suponía un peso exagerado para los muros, y así la técnica del maestro creó la fijación de contrafuertes en el exterior del muro lo que evitaba la destrucción de edificio y garantizaba su perdurabilidad a través de los siglos.

        Ya a la edificación le quedan algunos detalles.

       La carpintería se ocupaba de armar sólidas puertas y portones de cierre a los que se imprimían clavos y herrajes de distintas clases para fajar su consistencia. Los herradores fabricaron además bellísimas hijuelas de hierro que cerraban los vanos y aseguraban la inviolabilidad del recinto. Por último, entraban escultores-canteros y pintores que esculpían y plasmaban con su arte el variado mosaico de figuras que no solo adornaban, sino que explicaban como libros grabados los arcanos del cristianismo.

      Transcurrieron décadas, incluso siglos. La iglesia quedaba así abierta para el culto. Y Dios, agradecido por tanto esfuerzo.

La construcción de las iglesias (I).

 eunate[1]

                                          Iglesia de Santa María de Eunate (Navarra)

      El valle se abre entre verdes pastos y suaves colinas. En el centro se yergue airosa, firme, sólida, como un faro de peregrinos mar adentro, la Iglesia de Santa María de Eunate, en el término de Muruzábal, a pocos kilómetros de Pamplona. La contemplo a cierta distancia para percibir mejor la efigie de esta joya del románico. Como un anillo la arquería abraza la iglesia, y son muchas las piedras que una a una forman este conjunto único del siglo XII que desde hace ochocientos años desafía el paso del tiempo. Pero las preguntas vienen solas: ¿Cómo se construye esta iglesia tan perdurable? ¿Quiénes intervinieron en su levantamiento? ¿Cuánto tiempo se ha tardado en acabarla?, preguntas que se hacen extensibles a cualquier otra iglesia de este tiempo y de este estilo.

      Lo primero que se tenía en cuenta era el lugar en que debía construirse la iglesia. Generalmente, la presencia de un milagro o leyenda o el hallazgo de alguna reliquia de un santo marcaba el lugar de construcción. Luego la cercanía de una cantera natural o de ruinas romanas para la provisión de piedras, fijaba definitivamente el punto exacto donde debía levantarse. Parte fundamental era el mecenas que asumía el coste de las obras. Generalmente, los gastos eran compartidos entre los reyes o nobles de la comarca y el vecindario de la aldea que aportaba sus donaciones para la obra. Dispuestos, pues, los dineros y el lugar, el paso siguiente lo constituía la redacción de una ventajoso contrato que vinculara jurídicamente las obligaciones de la iglesia como propietaria y las de quienes asumían el encargo de realizar las tareas constructivas, el maestro de obras y su cuadrilla de peones. Pieza principal de la construcción era el maestro de obra: planificaba la estructura de la planta, naves, ábsides y techumbre, coordinaba y conocía a la perfección las técnicas de los diferentes gremios intervinientes, y asumía la dirección de la obra día a día, corrigiendo las irregularidades y enmendando los defectos más simples. En términos modernos su labor es equiparable a la del arquitecto y aparejador juntos. No firmaban sus obras, pero disfrutaron de gran prestigio entre la nobleza y el clero. A su lado, trabajaban los maestros y ayudantes de los oficios participantes en la construcción, a saber, el maestro carpintero, el maestro herrero, el cantero y escultor, y el maestro pintor, ayudados por un grupo de peones que realizaban las tareas más penosas de carga y  descarga y de colocación de los materiales de la obra. El trabajo en equipo resultaba fundamental para cumplir en un breve plazo el encargo de levantar poco a poco el monumental edículo de piedra. Algunos de aquellos hombres dejaban su vida en el empeño o contraían enfermedades que los separaban del trabajo, lo que suponía quedarse sin empleo ni sueldo.

      Se retoma el paisaje inicial. En derredor de San María de Eunate es fácil imaginar la toma de posiciones de los diversos gremios que se disponían a trabajar para construir un templo en que se rindiera culto a Dios. Se ven los fuegos de la fragua, los picos y martillos de los canteros y las manos encallecidas de los alarifes que se afanan en colocar rectas las hiladas de los sillares.Veo el mundo comprometido del trabajo.

La escultura de las iglesias.

        La escultura cumple un papel didáctico en el arte románico como la pintura. Se trata de una excelente herramienta empleada para la transmisión de los contenidos de la fe cristiana. Y así es que los presbíteros lo tenían fácil para ilustrar sus explicaciones pues los ejemplos a sus dogmas venían dibujados en las pinturas murales y en las historiadas esculturas que ocupaban todos los espacios de la iglesia. Puede decirse que las esculturas son verdaderas Biblias labradas en piedra.

                                           Eva[1]

                                                            Eva de la Iglesia de Autun

       Hay un principio fundamental que afecta por igual a ambas artes, y es que la técnica de esculpir imágenes no debe imitar la naturaleza ni la realidad, sino que es el resultado de abstraer aquellas para conseguir figuras de valor simbólico o religioso. No es pues tan importante la imagen como el trasfondo que desea traslucir. Este principio se junta además con otros dos de carácter técnico, a saber, el escultor debe adaptar las figuras cinceladas al marco arquitectónico del que dispone, columna, capitel o pórtico, (ley denominada, del Marco), y las figuras deben tener una lógica matemática en el sentido que guarden simetría o bien aparenten círculos, cuadrados u otras formas geométricas (ley del Esquema Geométrico). El resultado de la aplicación de tales fundamentos es el que las tallas se distinguen por su rigidez y ausencia de movimiento, lo que se conoce como hieratismo.

       En lo relativo a los temas son todos religiosos, aunque hay estrechos resquicios por donde se cuelan asuntos más profanos como son fiestas populares, luchas civiles o pasajes eróticos simulando curiosas posiciones amatorias. En este sentido no es extraño hallar capiteles de hombres y mujeres ensartados amatoriamente u otros pasajes íntimos pues los sentimientos más adánicos del hombre brotan, aunque esporádicamente, en las artes. Por lo demás, en el comienzo del Románico prevalecen escenas del Antiguo Testamento (la creación del hombre y el pecado original, la agonía del Apocalipsis etc.), de entre las que adquiere especial relevancia la composición del Pantocrator y Tetramorfos, como ocurre con la pintura. Posteriormente, cobran más presencia los relatos del Nuevo (la Anunciación, la Epifanía etc.). Por su valor metafórico es importante el uso de bestiarios o animales fantásticos. Sirvan como ejemplo que las aves simbolizan las almas que se despegan del suelo para ascender al cielo, el león representa la fuerza del creyente, el águila la nobleza o la serpiente encarna la peor cara del pecado, la liebre la lujuria por su facilidad para reproducirse y el macho cabrío es el mismísimo diablo provisto de una lacerante cornamenta y rabo.

     Se trata en todos los casos de esculturas adosadas a la piedra de las iglesias y claustros, en contraposición a las esculturas exentas que son las que el artista moldea para configurar tallas de tres dimensiones que no van unidas a ninguna pared o soporte. Destacan los Maiestas Domini y las de La Virgen con el niño.

      Acerca de la importancia de las portadas de las iglesias románicas, verdaderos libros religiosos en piedra, se tratará en un apartado especial, a propósito de la Catedral, cuando este peregrino alcance algún día no lejano los pagos llovidos de Santiago de Compostela. Si nada lo impide.

46 La pintura de las iglesias (y II).

886 9 Panteon Real-San Isidoro, León                                      Panteón de los Reyes de la Basílica de San Isidoro

        Se visita en esta ocasión el Panteón de los Reyes leoneses construido en el último tercio del siglo XI para dar reposo a los restos de los reyes, infantas y condes del Reino de León. Está situado justo a los pies de la Colegiata de San Isidoro que fue reconstruida por el rey Fernando I y su esposa Doña Sancha de León, en el año 1062. Posiblemente hubiera sido un recinto más donde enterrar a la realeza, pero la suerte dispuso que este Panteón pasara a los anales de la historia como el depositante del conjunto pictórico románico más importante de Europa. Las pinturas se encuentran en las bóvedas y seguramente fueron realizadas antes de 1149 siguiendo los cánones más estrictos del arte románico. Acerca de la autoría de las pinturas la crítica esta dividida y hay quienes creen que los autores fueron artistas franceses y quienes afirman que un taller de pintores leoneses resultaron los artífices del suceso.

     Observo un hombrecillo que, aquietado, fijo sin mover un músculo, ha fijado la atención sobre algún detalle de la pintura.

      Como motivo central destaca el Pantocrator y el Tetramorfos, que es la iconografía más repetida en las iglesias de este período. Es el Pantocrator el Dios concebido como creador del universo que, sosteniendo en una mano un libro que dice lux mundi y bendiciendo con la otra, aparece dentro de una almendra o mandorla con aire majestuoso. Permanece sedente sobre un arco convexo y apoya sus pies en otro inferior. El Tetramorfos representa a los cuatro evangelistas con cuerpo humano y cabeza animal, excepto Mateo que es integralmente homínido. Otra escena idílica, como si de una égloga de Garcilaso se tratara, es la Anunciación en la que un ángel habla a los pastores de la buena nueva, Jesús ha nacido. Desde el suelo unos cochinos comen bellotas caídas de la encina, unas cabras pacen, dos machos cabríos luchan, un perro bebe del cuenco que le alarga el pastor y otros  tocan instrumentos musicales. La Última Cena y el Prendimiento forman cuadros magistralmente pintados.

    El hombre, anclados sus pies, sigue allí con la mirada clavada en el mismo espacio que antes.

    Hay especialmente dos motivos muy diferentes que despiertan mi interés. La Degollación de los Inocentes no parece tal cosa, se asemeja a la siega agosteña del trigo en los campos castellanos: los degolladores aparecen con la cara sin muecas ni gestos violentos mientras que los niños pendidos de sus pies no dan señales de terror ni dolor alguno. Este ejemplo explica el valor simbólico de estas figuras que no imitan la realidad, sino la huyen para buscar un abstraccionismo espiritual. El otro motivo es el Calendario pintado en la cara interior de uno de los arcos o intradós, que descansa sobre la columna. Recoge los meses del año y cada uno está representado por una labor agrícola que realiza el agricultor, por ejemplo, en marzo se podan las vides, en abril se plantan dos árboles, en junio el labrador siega la cebada, en agosto otro labrador sacude con el manal la mies y en  febrero, que descansa, se calienta al fuego.

   Visto el conjunto desde cierta distancia las bóvedas se asemejan a un paraguas salpicado de colores ocres, azules y rojizos como un paisaje de otoño que se abre a nuestros ojos.

    Por fin, el hombrecillo se mueve, saca un bloc pequeño y toma notas. Yo me quedo tranquilo porque no le ha pasado nada. Pero qué miraba con tanta intensidad. Comprendo que detrás de cada mirada se aloja un misterio.

La pintura de las iglesias (I).

Pintura del ábside de la Iglesia de Tahull 

abside tahull[1]

      Podía haberse llamado la Cueva de Altamira de la pintura románica, aquí donde me hallo, pero la crítica ha querido que este espléndido paisaje de color otoñal sea conocido como la Capilla Sixtina de la pintura mural del Románico, lo que dice de su importancia en el contexto europeo. La planta que alberga estas pinturas es cuadrangular, de tres naves, y solamente dos columnas sostienen el peso de seis singulares bóvedas donde no cabe ni una sola figura más. Esta singular estancia es el Panteón de los Reyes de la Colegiata de San Isidoro de León, situada en pleno casco antiguo, junto a una vasta y animada plaza que invita al paseo antes de penetrar en la irisada sala. Pero luego habremos de volver a ella.

         Tres notas señalamos de la pintura del románico. En primer lugar, la pintura de figuras, personajes, animales y otros motivos naturales es un hecho generalizado a todas las iglesias. No había ninguna que no estuviese decorada de esta guisa. Una vez que la iglesia había sido construida y acabada, ya preparada para el culto y celebración de los ritos cristianos, venía el turno de los talleres de pintura o de los gremios de pintores que por encargo la vestían de vistosos colores. Y no solo decoraban los muros interiores y capiteles, si venían al caso, sino también las mismas fachadas exteriores si el arciprestazgo lo deseaba y las limosnas de los fieles así lo permitían. El principal motivo de este aspecto generalizador, que constituye la segunda nota, es que la pintura es una biblia expuesta en los muros que enseña a los feligreses los contenidos de la religión cristiana, es decir, la pintura es un instrumento pedagógico de enseñanza de la fe. Debe considerarse que la población medieval, villanos y campesinos, era analfabeta, pues solo el clero y alguna porción de la nobleza habían aprendido a leer. De esta desgraciada suerte la imagen dibujada en cualquier soporte servía como medio de comunicación y formación de la clase popular. De la misma manera que los textos académicos actuales apoyan la explicación de los conceptos con ilustraciones más variadas.  Didactismo y aprendizaje son el fin natural de la pintura románica, por lo tanto.  Sin embargo, como tercera cualidad, la pintura es asimismo una técnica que busca ciertos efectos estéticos pues los contenidos no riñen con las formas. Los muros se enlucían y sobre ellos, aplicando pigmentos de colores mezclados con agua, se dibujaban figuras y escenas bíblicas muy variadas. Predominaban los colores ocres, rojos y azulados. El resultado eran figuras bidimensionales, planas y alargadas pues carecían de fondo; no tienen movimiento, hieratismo se dice, por ser las figuras meras representaciones abstractas con valor simbólico; y tienen todas un carácter antinatural pues el artista no imita la naturaleza y su entorno tal como es, sino que abstrae de ella lo que más le importa en cada momento para transmitir los contenidos cristianos.

           Pocas son las iglesias románicas que conservan en la actualidad las pinturas debido a la delicadeza de sus componentes. Pero las hay de indudable valor como la ermita de San Baudelio de Berlanga, adormecida al lado del recoleto y castellano pueblo soriano de Berlanga, las iglesias de San Clemente de Tahull, la de San Justo de Segovia y, sobre todo, la Colegiata de San Isidoro de León, de donde partimos y a donde volvemos.

La arquitectura del Románico.

                                       Art%20Arq%20XI%20Catedral%20Jaca%20S%20Martin%20Fromista%20S%20Isidoro%20de%20Leon%20Santiago%20Compostela%20plantas[1]

        Sigo en el interior de la Iglesia de San Martín. Es una iglesia-tipo de arquitectura del Románico construida a finales del siglo XI, bajo el patrocinio de Dña.Mayor, condesa de Castilla y viuda de Sancho III el Mayor, rey de Navarra. Fue declarada Monumento Nacional en 1894 y restaurada, no sin polémica, a finales del siglo XIX por el arquitecto D. Manuel Aníbal Álvarez.

      A primer golpe de vista llama la atención la monumentalidad de sus muros y bóvedas en un tiempo en que las iglesias tenían unas medidas pequeñas tanto de planta como de altura. Típicamente románico es la planta basilical, con crucero, tal como quedan dibujadas en la figura adjunta(la superior derecha corresponde a la de San Martín). Se dice que los cimientos de estas iglesias son tan profundos que han permitido escavar criptas para la guarnición de misteriosas reliquias o tesoros valiosos, como fue el caso de la cripta catedralicia de Santiago de Compostela que albergó durante varios siglos el sepulcro del Apóstol. El crucero de San Martín, sin embargo, no llega a ampliarse con sendos brazos para configurar lo que se conoce como planta de cruz latina, que se observa en el grabado(las inferiores), siendo la mayoría de iglesias posteriores las que sí desarrollan este trazado peculiar del crucero románico. Se observa que la planta está dividida en tres naves espaciosas, de las cuales la central resulta más ancha que las laterales, posiblemente el doble que las otras. Sólidos pilares rematados por arcos simétricos mantienen la separación entre las naves. El crucero aboca a tres ábsides semicirculares concatenados, de los cuales el central presenta un sencillo altar con un Cristo crucificado y la figura de Santiago en uno de sus flancos.

       Me levanto del banco y me coloco justo en el centro del crucero, lo que me permite contemplar con más detalle el cimborrio o linterna que se abre en la altura del techo. En consonancia con las demás iglesias románicas, los muros son gruesos y fuertes pues soportan el peso enorme de las bóvedas de medio cañón de piedra que cierran la iglesia a modo de techo. Éstas se apoyan en arcos denominados fajones y vienen a trasladar todo su peso a los muros exteriores, reforzados incluso por un elemento tectónico del románico conocido como contrafuertes. Precisamente, a fin de dotar de solidez al muro apenas se abren ventanas o vanos al exterior, siendo esta una característica notable de este estilo. Llamativos son asimismo los capiteles de las columnas adornadas con motivos vegetales y otros fantásticos.

    En estas idas y venidas  saludo al celoso guardián que se ofrece para explicar alguna cosa. Ya no tose y en su lugar dice cosas muy interesantes que son de agradecer. En el exterior con la tarde muy avanzada las luces iluminan las piedras dotándolas de un nuevo resplandor que aún las embellece más. ¡Cómo destacan estos monumentos, recias figuras, a la luz de las farolas! A ambos lados de la fachada principal, mirando a la puesta del sol, se yerguen dos torres cilíndricas, dos mudos cipreses de piedra, que como vigías impertérritos constituyen un rasgo peculiar de esta iglesia. Del alero miran sarcásticos algunos canecillos que representan personas, animales y seres fantásticos, y es llamativa la cinta ajedrezada que recorre toda la fachada de la iglesia.

   Retorno al banco de la explanada desde donde inicié los primeros atisbos de esta esplendorosa iglesia. Con la misma paz  se retoma el camino de vuelta.

                              plu-fromista2[1]