La primera vez que fui a la escuela tenía más o menos seis años, algunos años más que en la actualidad, en la que se entra al ágora desde que se nace. Recuerdo el aulario tosco y enorme, entrevisto desde la perspectiva de un niño pequeño y tímido. Dña. Raquel y D. Luis eran los severos profesores encargados de mostrar a sus alumnos el camino iniciático de las primeras letras. Y ya ese camino, se estiró hasta los veinticuatro años sin solución de continuidad. La segunda vez que volví a la escuela-instituto lo hice como profesor y, aunque pensaba que era una persona talluda, me di cuenta de que seguía siendo el niño pequeño y tímido de los primeros tiempos. El camino siguió alargándose hasta que, entre titubeos, aciertos y errores, llegó hace seis meses el momento de la jubilación, que quiere decir “regocijo o felicidad”. Aprender de ellos, los alumnos, y aprehenderme ellos a mí, han sido los dos principios que han guiado mis pasos por esta profesión, que debe ser además vocación. Y retorné a la escuela-social por tercera vez con motivo del confinamiento obligatorio, al que nos ha llevado el problema mortal del coronavirus. Por un lado, he vuelto con los horarios (salida de 6 a 10 horas, unos; después, de 10 a 12 horas, otros, etc. etc.). Además debo repetir las asignaturas que creía aprobadas (en Oratoria ha de estarse a la norma del laconismo de Tácito; la Gramática recomienda el uso correcto de la oración simple en detrimento de la subordinación; las Matemáticas previenen que la multiplicación por metro cuadrado es una operación de alto riesgo; el Urbanismo y la Higiene son ahora materias troncales). En fin, a estas alturas, y con todo lo que me ha llovido, reconozco que aún no he podido liberarme de la escuela, como me hubiera gustado. Sin embargo, la Escuela siempre nos ha hecho mejores y más capaces para ser personas de bien. Por eso, no me canso de repetir que “a mandar, señores profesores”, pues además nos jugamos la vida. |