Pedro Echevarría Bravo nace en Villalmanzo, Burgos, en 1905. Es un músico de cuna que despliega una fecunda actividad en el ámbito de la composición, la dirección de orquesta y la investigación. Como director de bandas de música municipales tiene el honor, según confiesa, de dirigir al principio de su carrera las de Ateca y Daroca en Zaragoza y la de San Martín del Rey Aurelio en Langreo, Asturias. Luego dirige la banda de Tomelloso en Ciudad Real y la de Santiago de Compostela. De los encuentros con las tierras norteñas y sus gentes, con quienes el autor ha estado siempre muy ligado, surgen algunas creaciones musicales como La suite manchega, Por los campos de Montiel y Calatrava o La más guapina de Asturies, entre otras. También es el creador del Himno a Tomelloso. Pero el maestro Echevarría, como siglos antes lo hiciera imaginariamente el caballero, ingenioso e hidalgo, D. Quijote a lomos del flaco Rocinante, recorre una y mil veces las llanuras manchegas en busca de las melodías populares, su particular Ducinea. Fruto de esta ardua labor nace el Cancionero Musical Popular Manchego, 1955, que recoge unas trescientas melodías de sabor popular con sus letras correspondientes. En la década de los años sesenta recibe una beca de la Fundación Juan March para desarrollar trabajos de investigación en Francia y Holanda, suceso que determina la aparición del Cancionero de los peregrinos de Santiago, año de 1965, con dedicatoria “a Su Santidad Pablo VI, peregrino de la Paz”. Es miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Sección de Música, en 1951. Unos años antes de su fallecimiento en Madrid, en 1990, visita la cuenca minera asturiana buscando los recuerdos de sus inicios musicales.
La edición que se utiliza es de 1971, y tiene la curiosa peculiaridad de que la página que da paso al capítulo primero ha colocado por error tipográfico el título Cancionero Jacobeo al revés. Se articula en cuatro capítulos, una riquísima recopilación musical, un epílogo y un apéndice de trece interesantes láminas jacobeas.
En el capítulo I nos recuerda el autor la importancia que el canto tenía para todos los peregrinos europeos, pues no solo era la forma de congraciarse con el Santo, sino también la manera más natural de expresarse el caminante. Se canta, en último caso, porque sí, porque es una necesidad de la propia naturaleza humana. Y de entre los múltiples cantares se revela el que es tenido como la melodía emblemática del Camino de Santiago, conocido como el Ultreia, que era el grito que los Cruzados lanzaban al entrar en batalla, “Más allá”. Este canto es el más antiguo que se conserva, siglo XII, y se compila por primera vez en el Códice Calixtino, Liber Sancti Iacobi. Consta de un estribillo y seis estrofas que repiten el nombre de Iacobus (Santiago) en los seis casos de la declinación latina. El principio lo encabeza el famoso verso “Dum pater familias”. Algunos consideran la melodía de origen flamenco, pero Echevarria sitúa su nacencia en Galicia. Otros cantares posteriores ocupan el análisis del maestro.
El capítulo II está dedicado a la manifestación literaria más extendida en España desde siempre, que es el Romance, popular y de transmisión oral, artería a través de la que el pueblo acaba siendo el verdadero autor de esta forma poética. En este caso, se recopilan dieciocho romances jacobeos de orígenes geográficos diferentes, que se producen nada más conocerse que la tumba del apóstol Santiago había sido descubierta en Galicia. Uno de ellos es el titulado Don Gaiferos de Mormaltán, trasunto de Guillermo X, Duque de Aquitania, que hace el Camino en 1137 y muere, según la tradición, en la catedral de Santiago. Este provenía de la Provenza y no es ningún despropósito la idea de la influencia de la lírica provenzal, amatoria, en las Canciones de Amor de la lírica gallego-portuguesa pues así lo avala la presencia de trovadores franceses en Compostela.
El capítulo III contiene cantigas o canciones gallegas recogidas en los Cancioneros Galaico-Portugueses, que los peregrinos canturreaban por doquier. Sobre todo, son melodías y letras pertenecientes al Cancionero de la Vaticana, uno de los tres existentes, cuyo contenido alberga una tercera parte del total de las cantigas conocidas.
Unas pocas páginas dedica el musicólogo en el capítulo IV a ese viejo instrumento que ilustrados como el Padre Sarmiento llamaron “zanfona” o “zanfoña”. Fue el instrumento de cuerda más usual en la Edad Media (las cinco cuerdas son frotadas con una rueda en vez de un arco con aspecto de un laud), que servía para acompañar los cantos y romances de los peregrinos en la ciudad de Santiago. Ya se conoce de su existencia en el siglo IX, pero deja de usarse en el siglo XV para volver a sonar en el siglo XVIII. Cuando se publica este libro en la década del sesenta, la zanfona casi no tiene quien la vibre, e excepción del virtuoso Faustino Santalices y su hijo, oftalmólogo, y seguidor de esta ancestral tradición.
Y por último, el capítulo V, es una compilación de himnos distintos, que incluye el Himno al Apóstol Santiago, el más cantado, compuesto por el maestro de Capilla de la catedral compostelana Manuel Soler Palmer, y estrenado en 1919 con ocasión de la apertura de la Puerta Santa.
La parte final del libro agrupa cuarenta y siete textos musicales con sus letras correspondientes, que suponen una aportación muy valiosa a la musicología de los peregrinos.
Cierra el texto de Echevarría un epílogo firmado por el fraile franciscano, José Isorna, titulado “Andando y Cantando”, porque el Camino de Santiago se hace a través de los andares y cantares prodigados por millones de peregrinos de todo el mundo. Es desde luego, un libro universal y clásico, único en su género, escrito con el conocimiento de un sabio y el corazón de un hombre humilde.
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