Fray Benito J. Feijoo (1680- 1768) fue un caso excepcional: desde una celdilla del convento de San Vicente en el Oviedo del siglo XVIII, una pequeña ciudad provinciana apenas conocida más allá del Pto. de Pajares, este benedictino silencioso, laborioso, metódico, experimentalista, racionalista y profundo creyente resultó el mayor pensador de su siglo, cuyas obras se tradujeron a muchos idiomas y se leyeron como verdaderos libros de moda. No solo, además fue el escritor más respetado de su tiempo. Asturiano por vocación, aunque de ascendencia gallega, se propuso hacer docencia para la mayoría, ejercer la enseñanza para todos, cuando era minoritaria y retórica, combatiendo las falsas creencias, las supercherías, los conceptos científicos erróneos, proponiendo el uso de la observación y el análisis en todas las ramas del saber. No le faltaron detractores, como es lógico, que buscaron la deshonra del sabio ovetense. Resulta admirable ver hoy la estatua de Feijoo en la plaza de su nombre, frente al monasterio donde él vivió, luego facultad de Letras, llevándose la mano derecha al mentón cuadrado y con la izquierda sosteniendo un libro. Allí permanece pétreo desafiando al sol y la lluvia de Oviedo para ejemplo de las generaciones futuras, libres, esforzadas y honestas.
Paradójicamente Feijoo fue un maestro benedictino que no le interesó en exceso el fenómeno de las peregrinaciones. Sin embargo, trató en el Discurso quinto, Tomo cuarto, de su obra Teatro crítico universal, el abuso, a su juicio, en que incurrían las numerosas romerías que tenían lugar en todos los lugares de España, lo que le llevó de facto a anotar algunas ideas sobre el tema peregrino. Menciona que hay dos clases de peregrinaciones sagradas: las que se realizan a lugares distantes como las de Santiago, Roma o Jerusalén, y las que acaecen en las cercanías de las villas y pueblos. De estas dice, no podía Feijoo sustraerse a las ideas religiosas en boga, que en su seno se concitan “coloquios desenvueltos de uno a otro sexo, rencillas y borracheras”. Pero de rondón se cuelan algunas anotaciones curiosas. Justifica, de un lado, las peregrinaciones a Santiago porque son actos religiosos y voluntarios, pero no ignora la existencia de falsedades, engaños, picardías y trapisondas, por lo que aconseja mucha prudencia a los peregrinos. Constata la escasa participación de los peregrinos españoles, frente al “enjambre” de extranjeros, “franceses, italianos, alemanes, flamencos y polacos” porque no es que sean “más piadosos”, sino “más curiosos y andariegos”. Se duda, en nuestra opinión, de que los foráneos sean multitud pues en esta época el Camino casi no tenía visitantes. Feijoo, probablemente hablara de oídas del pasado, a pesar de su espíritu positivo. Pero apunta que no todos los extranjeros lo hacen devotamente pues muchos vienen a mendigar o a beneficiarse del oficio de peregrino para salir de la menesterosidad: “Aumenta mucho la presunción del gran número que hay de tunantes con capa de peregrino, el que los que acá vemos con el pretexto de ir a Santiago”, y él mismo lo prueba con su propia experiencia: “Vi en esta ciudad de Oviedo a un flamenquillo de catorce o quince años, de admirable viveza de ingenio…le ofrecí sustentarle y darle estudios…aceptó el muchacho para la vuelta de su peregrinación. Pero no volvió a Oviedo hasta ahora. Por lo menos tres años después lo he visto hecho vagabundo en otro lugar”. Y a modo de conclusión trae una sentencia de un libro religioso de autoría discutida que dice: “los que peregrinan mucho, rara vez se ponen en estado de gracia”. Así exculpa a nuestros nacionales que a la sazón peregrinaban muy poco a Santiago.
No podía quedar fuera de esta nómina de autores que rozan el tema santiagués, Fray Benito J. Feijoo, acaso el talante más agudo y sutil de nuestras letras.
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