En otro capítulo precedente se aludía a este singular escritor dieciochesco a propósito del viaje que realizó en 1737 a la ciudad de Santiago como acción de gracias al Santo por las dolencias de las que curó. Fruto de este viaje es el romance intitulado Peregrinación al Glorioso Apóstol Santiago de Galicia. Diego Torres Villarroel nació en Salamanca en 1694, hijo de un humilde librero del que tomó la avidez lectora por toda clase de libros. Era un personaje curioso que ganó la Cátedra de Matemáticas por oposición en 1726, según él, sabiendo muy poco. En realidad solo hubo dos opositores y la vacante de esta disciplina existía en Salamanca desde hacía treinta años, lo que dice de la poca importancia que a las Matemáticas se le daba en los ámbitos universitarios. Dos veces estuvo en Portugal, y la tercera fue para realizar en el año referido su viaje a Santiago. Se hizo famoso en Castilla y España por las dotes como arúspice llegando a crear una sección de pronósticos firmada con el seudónimo del “gran Piscator de Salamanca“. Desde 1750 hasta su muerte en 1770 se dedicó a preparar la edición de sus obras completas, vivió como administrador del Duque de Alba y, tal como dicen los biógrafos, ejerció la caridad con los necesitados.
En efecto, el escritor nos relata en el poema antedicho la peregrinación que hizo a Santiago. Resulta un romance chirigotero, satírico y sin duda testimonial de la mitad del siglo XVIII no solo de España sino también de Portugal. E inicia los primeros pasos, tomando como interlocutor al lector y glosando el guión de su composición:
“Querrás saber (claro está),
los ápices, las circunstancias,
dónde, por qué, cómo y cuándo
del cuento…”
Nótese el gracejo y la socarronería, cualidades siempre presentes, de estos versos que hablan de la partida:
“Salí, pues, y no al romper, (burla de los epítetos épicos)
sino al remendar del alba, (ambigüedad del vocablo “alba”)
que era mucho coste un nuevo
vestido cada mañana…
…A caminar empecé,
y no por la Vía Láctea… (constelación que guía a los peregrinos)
sino por donde juzgué
que algún camino llevaba…”
Y fue tal la invención de una nueva ruta a Santiago que, en efecto, no siguió el habitual Camino de la Plata que lo llevaría de Salamanca por Zamora, sino que se adentró tierras adentro de Portugal por Almeida, Pinhel, Trancoso, Ponte do Abade, Lamego, Braga, pasó a Galicia por Tuy y llegó tan ufano a Santiago. El viaje de vuelta no fue menos original. Saltó a la capital La Coruña, y de allí a Castilla para regresar a Salamanca. De toda esta singladura no hay más que quejas, lamentos y censuras de costumbres y personas, a excepción de los obispos de Tuy y de Santiago, que pueden resumirse en la estrofa que sigue:
“Pues qué diré de los piojos,
ya no se me daba nada,
por un oído salían
y por otro me entraban”.
Casi se olvidó del Apóstol si no es porque en la parte final del Romance le apostrofa tópicamente como exterminador de infieles y herejes:
“Más moros envió al infierno
su centelleante Tarama
que médicos a cristianos
al otro mundo despachan”.
Las últimos versos van asimismo dirigidos donosamente al lector como si de un guiño provocador se tratase. Sin duda hay algo de exhibicionismo no solo en la vida, sino en la obra de este especial autor del siglo XVIII español.
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