El sendero se empinaba. Sobre el suelo había enormes piedras irregulares con las que tropezaban las botas del peregrino, otras más pequeñas saltaban cada vez que se pisaban y en las orillas, a modo de hileras inacabables, se asentaban millares de guijarros que las escorrentías habían depositado con las primeras lluvias de primavera. Poco a poco la maleza crecía densa hasta cerrar casi el paso y, más allá, el follaje intensamente verde de los castaños dejaba en suave penumbra el camino. Por fin, alcanzó la cresta de la cuesta y buscó una barda bien lisa para descansar un rato.
–No puedo dejar de pensar en su cara, se me aparece muchas veces, sobre todo por las noches antes de irme a dormir. ¡Qué bonita! ¡Cuánta ternura! La primera vez que pasé por delante de su casa la carilla estaba clavada contra el cristal de la ventana a la par que las manos apretadas adquirían un color blanco por la presión ejercida sobre la cristalina superficie. El flequillo le caía a jirones sobre una frente pequeña, nariz respingona aunque algo roma y sus ojos melosos y rasgados se movían como chiribitas. Pero, no lo puedo olvidar, cómo olvidarlo, esa sonrisa en la comisura de sus labios. Me miraba con sorpresa, y aquella mirada despertaba un chorro de entrañables sensaciones como sucede con las cosas más puras e inocentes. Es la cuarta vez que recorro este camino de Santiago y ahora voy a conocerlo-.
Desde lo alto del cueto las suaves ondulaciones de los prados, salpicados por macizos arbolados, destacaban sobre los serrijones morados. Pastaban unas vacas en las laderas de las colinas; otras permanecían tranquilas al abrigo de un improvisado corral de tapiales de madera. A lo lejos, los caminos blancos se perdían junto a la aldea poblada de caseríos. El peregrino tomó la bajada del sendero, giró a su diestra y pudo ver el vetusto caserón de piedra al fondo del valle. Apuró el paso y se plantó ante el ventanuco que lucía unas margaritas resecas apoyadas en el centro del alfeizar, pero no había rastro de la mirada ni de la sonrisa del niño. A la voz -¡quién vive!-, un anciano barbado salió al vestíbulo y contestó –un servidor-. El diálogo fluía natural mientras el viejo, a cada rato, volvía su mirada unas veces a la lejanía de los montes, y otras, al agostado racimo de margaritas.
-Sabía que debía de pasar. Así que una mañana llegó su padre en un coche de muchas perras, como el del señorito, y se lo llevó. No me dio muchas explicaciones, no, pero algo dijo sobre que un niño retrasado está mejor cuidado en esas residencias de lujo que en ningún otro sitio. Ese cabrón nunca quiso saber nada del chiquillo y ahora…Mi hija, que en gloria esté, ya me decía que por nada del mundo se lo llevara, pero el muy sinvergüenza…Hasta el perro se ha muerto del disgusto. Los tres salíamos a la campera. Agus, quiero decir, el animal, siempre se pegaba al niño por aquello de protegerlo, yo le cantaba esas canciones que mi madre me enseñó. Oiga, con qué atención escuchaba el niño. Y el río… ¿ve ese puente al final de ese corro? Allí me tenía mirando el agua horas y horas. Una vez quiso coger el sol que brillaba en la panza del río y menos mal que Agus mordió el pantalón del chaval y no dejo que se fuese. Cuando oscurecía cenábamos en la vieja alacena y luego…por el invierno ¡pronto a la cama! eso sí, con el beso en la oreja que a él le gustaba porque le hacía cosquillas; por la primavera olíamos esos manzanos del patio o los olores de las flores de la llosa; por el verano no parábamos de dar brincos encima de la hierba de la tinada y por el otoño, oiga, que salíamos a destripar castañas y hasta que no llenábamos la saca el crío no quería volver a casa. Él era todo para este pobre viejo. Me siento a esperarlo en esa piedra plana que está ahí y ahí me moriré esperándolo, si Dios lo quiere.
– ¿Cuál es el nombre del chico? Abuelo.
Vaciló unos segundos, sus ojos se humedecieron y con voz quebrada susurró
– Paulo, que el cura me dijo que quiere decir “poquita cosa”.
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