El Ciprés de Silos
Contaba diecisiete años cuando vi por primera vez este hermoso ciprés del claustro de Sto. Domingo. Lo recuerdo cargado de miles de pájaros que piaban como mil flautas poniendo una nota de contraste con el silencio de Silos, fervor dice el poema. Creo que se llamaba Gabino el benedictino que se ofreció amable a enseñarnos los rincones de la abadía que más le gustaban. Y fue ante este ciprés donde él nos susurró, como si estuviera cantando una canción de cuna, que Gerardo Diego nos regaló un soneto que habla de él. Lo primero que hice cuando llegué a Oviedo fue buscar en la biblioteca un libro del poeta y ávidamente pasar las hojas hasta hallar El ciprés de Silos. Lo aprendí de memoria y aún hoy lo recito para mí cuando las noches me recuerdan que puedo ser mejor, y qué pocas veces ocurre, con quienes comparto caminar en esta vida. Porque de eso va el bellísimo soneto del poeta del 27. Es un poema con herrajes en el suelo al que está férreamente atado, que además anhela desanclarse para ascender suave hacia las alturas, es el hombre que a través de la imagen del árbol ansía superar las calamidades que le retienen para volar libre hacia la perfección. Es en definitiva el sueño de perfección del asceta que nunca se hace realidad. Tal idea queda perfectamente plasmada en la línea temporal que vigoriza y vertebra el texto: –Hoy-, es el momento en que el poeta se acerca al árbol, y es en ese momento –cuando te vi- que recibe las ansias de ascender vertical hacia los cielos. Son muchos los aciertos de este acabado poema: las imágenes del ciprés –surtidor y chorro, mástil y flecha, torre y delirios-, la conversión del ciprés en interlocutor, o la cerrada personificación del mismo al que el poeta asimila con un hombre sin habla –mudo ciprés en el fervor de Silos-.
He vuelto a verlo, el árbol, este fin de semana: se han ido aquellos pájaros que cantaban como flautas, no sé de Gabino, y se ha ido para siempre aquel joven de diecisiete años que algunas noches, a solas, sin testigos, sigue recitando de memoria aquel poema.
Dice así:
EL CIPRÉS DE SILOS
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.
Introduzco a continuación el soneto autógrafo, firmado por el poeta. A lo que parece G. Diego llegó allí la tarde del 4 de julio de 1924 con tres amigos. Paseó por el claustro y fijó su atención en el ciprés que figuraba en uno de los lados del monasterio, con el que al instante entró en contacto hasta el punto de componer uno de los sonetos más famosos de la literatura castellana y , sin duda, el mejor de los que compuso el poeta.
Pernoctó la veraniega noche en Silos y, a la mañana siguiente, dejó escrito en el Libro de Firmas del monasterio, como quien deja generoso un tesoro abandonado, este espléndido poema estrófico. Durante un año el poema manuscrito solo era conocido por los monjes benedictinos, que lo guardaban con celo intramuros del cenobio, hasta que su amigo generacional Pedro Salinas vino a conocerlo e impulso su publicación en el año de 1925 , en el libro Versos humanos.
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Desconocía estos otros dos poemas del poeta cántabro. Casualmente, andando entre libros, adormecidos, casi abandonados en los anaqueles, tropiezo con sorpresa, no exenta de alegría, con unos sonetos que Gerardo Diego dedicó una vez más al espiritual ciprés de la abadía de Santo Domingo de Silos. Sin lugar a dudas, este simbólico prodigio vertical, como él lo conoce, tuvo que producir honda influencia en el ánimo del poeta porque el recuerdo de su presencia lo lleva consigo a dondequiera que va o, al menos, eso parece.
El primer soneto lo empieza el 2 de mayo de 1933, en plena República Española, cuando escribe una estrofa embrionaria, que luego completará en 1946 con las tres restantes. ¿Por qué así, esa fragmentación? Son respuestas que solo conocen sus hacedores. Pero no importa demasiado. Hoy el soneto es una perfecta unidad sintáctica y semántica, por fuera y por dentro, que provoca una vez más la emoción interior que recorre la médula de cada uno de los endecasílabos que lo forman. Lo titula «Primavera en Silos». Y se trata de la expresión de un deseo que ya no puede cumplirse, cuando así lo manifiesta, porque la vida es una sucesión de caminos que, o se toman en su momento, o se pierden para siempre. El poeta manifiesta la querencia de haber sido monje porque así estaría más preparado ante Dios para recibir la muerte. Sin embargo, ello es una excusa, en mi opinión, para retornar a su ciprés. Probablemente, Gerardo Diego hubiera deseado ser monje en Silos para dejarse arrastrar todos los días del embeleso de su amigo arbóreo y conversar a solas con él y gozar de su compañía balbuciente. El árbol es el mismo, lanza frágil, que acoge en las ramas la presencia de un «jilguero novillero» y que, como nadie, comprende la alegre primavera. Es, en definitiva, la expresión poética de un deseo imposible y, por lo tanto, de una frustración de «haber sido» y no «ser», o tal vez, simplemente el anhelo de contemplar cada mañana la sencilllez esbelta del ciprés.
Por lo demás el estilo es impecable. Nótense el acierto de los encabalgamientos del primer cuarteto; la enumeración gradual de los «perales», «tilos» y, por fín, haciéndose esperar como protagonista principal, «el ciprés»; la perfección del salto temporal del presente- pura contemplación del ciprés- al pasado, y de ambos tiempos al intemporal deseo, mediante el empleo de los modos verbales de indicativo y subjuntivo; la sencillez de las metáforas-«hilos delicados», «hermano jardinero»-; o el gusto por el vocablo antiguo de sabor arcaizante-«calonge»-. Es, en una palabra, Gerardo Diego en toda su pureza.
Lo reproduzco a continuación.
PRIMAVERA EN SILOS
Ahuyenta el sol los delicados hilos
de una lluvia viajera. Y, pregonero
del hondo y fresco azul, un novillero
ruiseñor luce su primor de estilos.
Los perales en flor, nuevos los tilos;
el ciprés paraíso del jilguero.
Qué bien supiste, hermano jardinero,
interpretar la primavera en Silos.
Ay, santa envidia de haber sido un monje,
un botánico, un mínimo calonge
-frescor de azada y luz de palimsesto-,
y un anónimo y verde día, cuando
Dios me llamase, hallarme de su bando
y decirle: «Bien sabes que estoy presto».
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Claustro del monasterio
El otro poema lo escribe en la primavera del fatídico año del 36, pocos días antes de la fratricida Guerra Civil Española, desde su tierra natal, Santander. Los dos anteriores son producto de la contemplación directa del árbol, envuelto en la calidez del claustro del cenobio. Pero este es un ejercicio imaginario en que el poeta piensa la figura de su ciprés, por otro lado muy arraigada, tal como si lo tuviera delante de su presencia. Por eso, lo titula “El ciprés de Silos (Ausente)”.
Supone el cierre de un círculo que traza el escritor cántabro consciente de ello. No es un rupturista con los precedentes. Al contrario, vuelve a la constante idea del ciprés considerado como una lanza vertical que se arroja hacia el cielo buscando la comunión con Dios. Es una vez más el símbolo del asceta o místico que vuela hacia arriba para entrelazarse con Él. Si antes el poeta usaba las metáforas “mástil”, “surtidor” o “flecha” como referentes segundos del ciprés, ahora evoca instrumentos textiles con el mismo sentido, “aguja”, “huso” y, por fín, “eje” de su vida a la que confiere la bondad de la paz que corretea por las crujías del monasterio. Tiene, pues, la consciencia el poeta de que el ciprés ha sido y será la imagen de la aspiración hacia Dios, siendo un hombre de profundas convicciones religiosas.
Pero el cierre se produce con el sorprendente último terceto, en el que el poeta acude al ciprés en los postreros momentos cuando la muerte venga queda a su presencia. Es entonces que aquella vida de búsqueda de perfección que representa el ciprés sea ahora el agente o garantía suficiente de su salvación. En una palabra, ser bueno para ganarse el cielo. Concluye con un piadoso ruego “Sálvame tú, ciprés, cuando me aleje”, porque ninguna otra cosa puede hacerlo.
Y ¿qué decir de las bondades formales del poema? Que Gerardo Diego es un poeta clásico lo testimonia este espléndido soneto que nos recoge en el silencio sonoro de Silos.
EL CIPRÉS DE SILOS (AUSENTE)
Cielo interior. Tu aguja se perfila
-oh, Silos del silencio-en mi memoria.
Y crece más su llama, ya ilusoria,
y más y más se pule y esmerila.
Huso, ya sombra, que mis sueños hila,
al sueño de la rueca, claustro o noria
rueda el corro de estrellas por la historia
y aquí en mi pozo tiembla y escintila.
Ciprés, clausura y vuelo, norma, eje
de mi espiral espíritu rondando
la paz que en tus moradas se entreteje.
Quiero vivir, morir, siempre cantando,
y no quiero saber por qué ni cuándo.
Sálvame tú, ciprés, cuando me aleje.
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Vista general del cenobio
Precioso el poema de Gerardo Diego y también tu forma de explicar tu llegada a Silos. Es el lenguaje el que define más o menos en que época está escrito y tú, nos transportas a otros lugares camino de Santiago. Tengo que decir que, cuando vivía en Madrid iba con cierta frecuencia en diciembre, si no recuerdo mal, para una fiesta donde venían otros monjes a reunirse en Silos y allí se cantaba las nonas y, en fin era una noche de cánticos y de fraternidad que no olvidaré nunca. Es una fiesta que recomiendo vivamente, si se puede ir, no os la perdáis. Saludos.
Silos, Covarrubias, el desfiladero de Yecla, son rincones de Burgos, como tantos otros desconocidos de esta provincia, las Merindades por ejemplo, bellísimos, idóneos para los que buscamos ansiosamente la paz. También escuché el canto gregoriano de estos benedictinos y decía Platón que la música, probablemente pensaba en el gregoriano cuando aún no se había inventado, nos transporta a otras esferas más tranquilas.
Te cuento una anécdota: cuando visité a los 17 años Silos, de vuelta a Covarrubias, nos apetecía comer en una restaurante de esos típicos castellanos una sopa de ajo y un pedazo de lechal asado. No tenía dinero más que para el viaje y me quedé con el ciprés de Silos y las ganas de comer el cordero en mi cabeza durante mucho tiempo. Ahora, al volver el otro día, me reencontré con el árbol y comimos justo en aquel restaurante típico una sopa de ajo y lechal asado. ¡Qué bien!, pero más viejo. No hay nada perfecto.
Ya sabes, a cuidarse y yo seguiré con este cuadernillo.