Con la garlopa en la mano acababa de rematar el último listón de madera cuando el maestro carpintero arrancó un grito sordo:
– ¡Varisto! preguntan por ti-.
Todos le conocían por Varisto a pesar de que su mujer decía que lo llamasen Evaristo porque así fue bautizado y para algo debía servir el santo sacramento.
Salió disparado al teléfono y a punto estuvo de tropezar con la gruesa pata de la mesa de madera:
– Sí. Soy yo-.
– En cualquier momento puede pasar, así que si quiere llegar a tiempo, venga cuanto antes-.
De la cornucopia añosa cogió zozobrante la bufanda y el tabardo que por su aspecto gastado parecían muy viejos. Se enfundó uno y pasó por el cuello la otra. Varisto tenía no más de cuarenta años, no hizo en la vida otra cosa que aprender de su padre el oficio de carpintero y desempeñarlo con la diligencia de un buen aprendiz. Pero las cosas empezaron a irle mal y se vio obligado a vender la carpintería y luego la cómoda vivienda familiar. Va para dos años que no trabaja, pero el maestre-carpintero, Elías, lo contrató a tiempo parcial y así va sobreviviendo sin más lujos y con muchas estrecheces.
Afuera, la calle era un hervidero de gente que iba y venía por todas partes. Corrió a tomar el autobús de la parada 52 y hubo de pegarse a la esquina de la calle Mayor porque los viandantes se apelotonaban ante los esplendentes escaparates que impedían el paso. Antes de llegar franqueó la esquina y pudo ver a dos ancianos que echaban mano a la basura del contenedor. El bus salía en ese momento y debía esperar veinte minutos para tomar el próximo. Así que decidió ir corriendo y de paso se ahorraba el precio del billete.
– ¡Chaval! A ver si miras por dónde vas. Cada vez hay menos respeto-, dijo alguien.
En un momento se plantó ante el enorme edificio de color gris. Una gran visera servía de entrada y ya en el vestíbulo preguntó por la habitación. Allí estaba ella, asustada.
– ¿Cómo está, doctor?, repetía sin dejar de mirarla-.
El parto fue largo y doloroso. Varisto recuerda los fríos sudores que le arroyaban por la frente y las manos de su mujer que le agarraban con fuerza del cuello como si deseara que no se fuese nunca de su lado. Al fin la criatura rompió a llorar y él hizo lo mismo tras haber besado lene el rostro empapado de la madre.
– Vaya a descansar a casa. Aquí no hace nada-.
Eran las doce de la noche. Burgos, milenaria ciudad, lo recibía con un aire gélido y los primeros copos de nieve empezaban a caer suavemente. Ya en el guardillón de la lóbrega finca, se tumbó sobre la cama y sintió el frío de la estancia. Arropado por las mantas solo asomaban sus enternecidos ojos que miraban, a través de la lucerna, la vía láctea abrirse como pétalos de una flor en primavera, vía láctea que guía a los peregrinos a Santiago de Compostela, le solía decir su padre. Él, como ellos, transitaban esta tierra a golpe de lágrimas y sonrisas que el destino reparte al azar. Era Navidad.
Qué placer es leer tus escritos. Tu vocabulario es tan rico que transmites estar dentro de la leyenda y ser uno de los protagonistas. Gracias.
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Lo mejor de esto es que conseguimos transmitir nuestras vivencias y crear una conciencia de unidad muy necesaria en los tiempos actuales. A ver si entre todos logramos empujar hacia adelante y salir de donde estamos embarrancados,
aunque lo veo difícil aún. Hoy es Navidad y esto debe ser la resurrección de todos, sobre todo, de los más necesitados. Hay que empujar, repito, unidos. Gracias, Pilar, por tu comentario.